Del golpe a la guerra:

los primeros momentos del conflicto.

 

Por Julio Arostegui

Historiador. Catedrático de Historia Contemporánea.

Universidad Complutense de Madrid.

   La ceguera política de un Gobierno de republicanos de izquierda —producto del Frente Popular—frente a la trama de una conspiración suficientemente conocida, ha sido señalada repetidamente como explicación de la posibilidad misma del golpe militar.

    La explicación es correcta en lo esencial, por cuanto una parte considerable de esos políticos, con Azaña a la cabeza, no creían en tal posibilidad. Otros, a los que puede representar bien el socialista Prieto, la reputaban como una amenaza bien real.

    Pero el resultado inmediato del golpe de 17 de julio no fue resolutorio para los sublevados ni pudo ser atajado por el Gobierno. Entre los sublevados y las fuerzas representadas por el Frente Popular y los sindicatos obreros no existía solución de compromiso —como dejaba clara la conversación telefónica de Martínez Barrio con Mola el 18 de julio— y se fue hacia la guerra civil de manera rápida.

    En principio, unos y otros buscan afanosamente la solución por la fuerza, con medidas en parte similares y en parte contrapuestas: petición de ayuda al exterior y movilización de masas. Los sublevados, de masas despolitizadas a las que encuadrar militarmente. La República, tras una primera duda fatal en armar al pueblo, de masas ideologizadas políticamente frente al fascismo con las que componer unas milicias armadas sustitutorias de un Ejército inexistente.

    La fase de pronunciamiento se desarrolla entre los días 17 y 21 con una distribución final de territorios leales y rebeldes que, si bien presenta alguna sorpresa, responde en general a pautas analizables en función de estructuras socioeconómicas y comportamientos, políticos previos, aparte los factores de eficacia técnica.

    El Ejército sublevado controla sin mayores dificultades el territorio marroquí; el triunfo es también fácil en toda la Castilla del Norte, rural y con predominio de los pequeños propietarios. Igual sucede en una Galicia interior políticamente desmovilizada, aunque con más dificultad en la Galicia marítima.

    Se añade a ello una buena parte de la Andalucía latifundista con Cádiz, Córdoba y Granada capital. En Extremadura, Cáceres. En el Norte, Navarra y Alava y, en Aragón, toda su parte oeste, incluyendo las tres capitales.

    A estos ámbitos se limita el triunfo sin lucha. Pero se presentan puntos sorpresa donde el triunfo de la sublevación no obedecerá a peculiaridades de estructura, sino a los comportamientos puntuales de una y otra postura. Así, Zaragoza, Sevilla capital, Huelva y Oviedo, controlados por los sublevados.

    La insurrección se frustra igualmente, sin mayor opción, en la Castilla del Sur, con la excepción, en principio, de Guadalajara y Albacete, pero extendiéndose el fracaso a Badajoz. Fracasa en Levante y Murcia, en la Andalucía penibética, menos Granada, y en Cataluña.

    También aquí se da alguna sorpresa: los sublevados contaban con Valencia y no desesperaban de Barcelona. Hubo lucha inicial, de más o menos entidad, en Barcelona, Guadalajara, San Sebastián, Albacete. En Madrid, Málaga o Valencia, se asaltaron los cuarteles.

    En Zaragoza o Sevilla el fracaso de las fuerzas prorrepublicanas ante una sublevación evidentemente débil inclina la situación en favor de los rebeldes. En Oviedo, Aranda engañará a los líderes obreros. En Barcelona, por el contrario, la contundencia de la respuesta popular liquidará el problema.

    En definitiva, permanece leal a la República la España industrializada —el País Vasco, menos Alava; Cataluña, Asturias, etcétera—, donde mayor fuerza tenía el movimiento obrero, con más población urbana y formas sociales más evolucionadas.

    La repartición entre Gobierno y rebeldes de la fuerza militar preexistente—incluidos los institutos armados de orden público— es uno de los contenciosos historiográficos más intrincados. Pero hoy está claro que el análisis no puede hacerse con el mero indicador de las cifras sobre las que, por lo demás, no existe acuerdo.

    Ateniéndonos a las que nos parecen más fiables entre las manejadas, podría decirse que en la zona gubernamental quedan unos efectivos militares cercanos a los 50.000 hombres y en la sublevada en torno a los 46.000. Ello en la Península, pero los rebeldes contarán además con los aproximadamente 47.000 hombres del Ejército de Africa. Guardia Civil, Carabineros y Guardia de Asalto repartirán su conjunto casi a partes iguales entre unos y otros: 33.500 con el Gobierno y 31.000 con los sublevados (son datos de M. Alpert).

    Asunto más importante es aún el de los militares profesionales, que constituían, obviamente, la médula del Ejército. Está claro que los generales sublevados fueron una minoría, lo que no quiere decir que la mayoría pudiera ser empleada por la República. He ahí, pues, la falacia de las cifras. De los casi 16.000 oficiales que, en una u otra situación, existían antes de la guerra, las cifras de los que colaboran con la República oscilan entre los 3.500 y los 2.000, según las fuentes.

    Todo ello no son más que datos sobre el papel. Nunca se insistirá bastante en que ambos Ejércitos fueron, por muchas razones imposibles de analizar aquí, absolutamente incomparables.